Córcega, puro Mediterráneo

Tan grande –o tan pequeña, según se mire- como la provincia de Almería, el territorio francés de Córcega queda, aproximadamente, doscientos kilómetros, mar adentro, al sur de la Costa Azul. Llamada Kallisté (la sublime) por los antiguos griegos, por aquí han pasado todas las civilizaciones del Mare Nostrum (quienes, por fortuna, no han dejado un urbanismo que haya destrozado la isla). Resulta curioso –y agradecido- que, pese a los muchos reclamos turísticos que aguardan en territorio corso, no hay aquí ni grandes bloques de apartamentos ni siquiera un Mc Donalds. Esto tiene mucho que ver con la mentalidad nacionalista de que el turismo de masas corrompe la identidad nacional… pero el caso es que quien busque un lugar distinto, lo agradecerá.

Quizás una de las islas mediterráneas menos visitadas por el turismo –si exceptuamos a los franceses-, fue italiana –o más concretamente genovesa- hasta el año 1768, como atestiguan los muchos topónimos de sonoridad italiana que puntean la geografía corso… y tal y como se puede comprobar con tan sólo echarle un vistazo a un mapa de la isla. En el mencionado año, los franceses compraron la isla… y hasta hoy.

Antes de empezar a conocer la propia Córcega, el viajero debería echar un vistazo a lo que se ve desde el litoral corso. Por ejemplo, a siete kilómetros de Ajaccio, la capital de la isla, un pequeño archipiélago, llamado de las islas Sanguinarias, ofrece un curioso espectáculo que hace honor a su nombre: allí el sol no se pone… se desmaya en el mar mientras se va desangrando en el horizonte… de ahí el nombre. De ellas dijo Saint-Exupéry (ya se sabe el autor del Principito) que el mar y el sol habían hecho tanto el amor que, al final, acabaron por engendrar este delicioso archipiélago. Una excursión que merece la pena. Y de igual manera lo merece visitar la Citadelle –ciudadela-, junto al puerto de Bastia. Desde los adarves de sus murallas, hay días en los que es posible contemplar las islas toscanas –o sea, ya en territorio italiano- de Elba, Pianosa y Caparia.

¿Una vueltecita por la calles de Ajaccio, la capital? Patria de Napoleón (la casa en la que nació y una estatua levantada en honor del personaje recuerdan a éste) esta ciudad huele a mar. Enclavada en medio de su bahía, mira al mar de frente, de forma directa, sin protegerse, así que parece que el mar se va a colar hasta el centro mismo de Ajaccio. Caminando por las calles de esta tranquila ciudad, el viajero tendrá la posibilidad de descubrir el mercado nocturno de plaza Cesare-Campinchi, las terrazas que se extienden frente al mar o las compras en Rue Fesch y en Cours Napoleón, los deliciosos y pequeños restaurantes de la ciudadela o los cafés abiertos aquí y allá. Ah… y si es domingo, no hay que dejar de acudir al Marché aux Puces (mercado de las pulgas).

¿Ya se han visitado, cerca de Ajaccio, las Calanques de Piana, unas rocas de granito rojo y extrañas formas que son Patrimonio de la Humanidad? Si es así, toca plantearse excursiones por el resto de la isla: los pueblos típicos de la costa sur, que parecen colgados de la roca –no dejar de caminar por Olmeto, donde el tiempo parece haberse detenido-; Girolata, ese pueblo de pescadores sólo accesible por mar; la solitaria y escondida playa de Roccapina; el bellísimo pueblo de Bonifacio –aquí hay que darse el gustazo de caminar por el cementerio marino, pasear por la muralla, los miradores, el casco antiguo...-; la reserva protegida de Lavezzi, rodeada de aguas turquesa y playas que no imaginaríamos fuera de las Seychelles; la arquitectura genovesa de Bastia (si se es goloso de la ostra, no debe dejar de regalarse una docenita) y el puerto más genuino de toda la isla; Saint Florent, el Saint Tropez de la isla… ¿por donde va a empezar?