Nova Tabarca...la Isla de Tabarca y la reserva marina

El viajero ha tomado uno de los barcos que, desde Alicante o Santa Pola, cubren las tres millas náuticas que separan costa e isla de Tabarca. Haciendo honor a su apelativo de Illa Plana, apenas se la ve hasta que se está muy, muy cerca. No en vano, en su punto más elevado, la ínsula tiene una altitud de quince metros (y si a eso se le suma que, de punta a punta no llega a los dos kilómetros…).

Lo que hasta un momento determinado había sido poco más que una protuberancia terrosa en la lejanía, va silueteándose, ante la mirada del viajero, en forma de solitario faro, torre –alguien le comentará que, hasta los noventa, eso fue el cuartel de la Guardia Civil-, retazo de muralla y campanario de iglesia -. Aún quedan algunos minutos para atracar cuando alguien recomienda mirar por el visor submarino del catamarán. Curioso, el viajero decide echar un vistazo. El espectáculo resulta cautivador: una pradera de posidonia oceánica, los populares algueros que crecen en los fondos marinos de la isla. Reserva Marina, las aguas que rodean a la isla, de sorprendente transparencia, dan cobijo a un amplio catálogo de especies subtropicales, empezando por la tortuga boba y siguiendo por erizos arbacia, meros, langostas y un sinfín de pececillos que, con sus escamas, iluminan el fondo subacuático. Algunas especies que estaban en peligro de extinción –sargos, mojarras, lisas, obladas…- han hallado, en las aguas que rodean Tabarca, lugar de auxilio y recuperación.

Isla de cautivos

En las primeras páginas de una guía de Tabarca se lee que el cayo ha permanecido siglos deshabitado. Un fondo marino sembrado de escolleras que dificultan la navegación, ausencia de manantiales, tierra no apta para la agricultura. La vida allí no debió ser fácil. Pero es que además, los piratas norteafricanos, en sus incursiones por el litoral levantino, aprovecharon la isla como plataforma de lanzamiento de sus razzias sobre la costa. Sus muchas calitas fueron, antaño, útiles para corsarios y contrabandistas.

Un acontecimiento habría de cambiar el devenir histórico de la isla. Sucedió en el siglo XVIII en Tabarqah, una isla anclada en el extremo noroeste de Túnez. En 1741, el monarca tunecino invadió aquel islote e hizo prisioneros a sus habitantes, de origen genovés. Los cautivos fueron esclavos del Sultán de Argel hasta que, en 1768, el rey español Carlos III pagó un rescate para liberarlos.

Los antiguos esclavos repoblaron la isla, viviendo en un poblado fortificado construido por orden del monarca español. De este modo, se pudo evitar que los piratas berberiscos utilizaran el pequeño archipiélago –en realidad, la isla principal está rodeada por los islotes de Galera, l'Escull Roig, l´Escull Negre, Nao y Cantera (de esta última, ahí el nombre, se extrajeron los materiales con los que se levantaron los edificios de la isla)-.

Llegada a puerto

El barco atraca en una rada natural. Desde allí, una leve cuestecita enmarcada entre restaurantes, conduce hasta la muralla, horadada en ese punto por el hermoso y desgastado arco San Rafael o Levante. Desde aquí, una calle atraviesa el tranquilo pueblecito de oeste a este. Al final, de nuevo la muralla en forma, esta vez, de barbacana y, tras la pétrea pared, un mar de rocas emergentes y blanquecinas. Un caminar despreocupado hace el recorrido de una punta a otra del carrer. El suelo sin asfaltar y de blanquecina arena, la hilera de casas encaladas, de breve alero –cuando no inexistente-, ligeras rejas cercando balconadas… todo transmite pureza y sosiego. Tanta, que hacen pensar al viajero como será Tabarca antes de que atraque el primer barco de la mañana y zarpe el último de la tarde. Se la imagina siempre tranquila, salvo que sople lebeche, ese viento del sur que levanta bancos de arena y atrae esas mantas de algas que cubrirán la playa, hasta que nuevos vientos y nuevas mareas las retiren de nuevo.

Aunque la costa mediterránea fue tallada casi al completo a hormigón, todavía existen espacios como este, milagrosamente salvados. En Tabarca uno puede estar seguro de no encontrar ni un casino, ni yates, ni el paseo marítimo con farolas de diseño y barandilla de cemento. Muy al contrario, es este lugar sencillo, de calles estrechas tiradas a escuadra y apenas un centenar de casas cuajadas al sol con persianas verdes desvencijadas y capazos de esparto a la puerta y con pulpos puestos a secar en la terraza, como en cualquier antigua y apacible isla mediterránea. También queda alguna acacia para que duerman la siesta los perros. Además tiene una iglesia con los muros arañados de salitre; la casa del gobernador, hoy rehabilitada y convertida en un pequeño hotel; la torre de San José, que en tiempos fue prisión; un faro, y un cementerio marino con las tapias blancas levantadas en el mismo filo del mar.

Ensimismado en sus pensamientos y fantasías, el viajero se verá a si mismo caminando por una isla reservada sólo para su disfrute. Según la guía que lleva en el macuto -y, por lo que está comprobando, no debe andar muy descaminado el dato- tan sólo unas cuarenta personas viven permanentemente en la isla –probablemente alguna más, no muchas más, en verano-. Lo que está viendo le enamora, seduce su mirada y sentir bohemio, de pintor. Y por eso mismo, cree que no debe perderse el espectáculo de pasar un atardecer en Tabarca. Se merece regalarse con ese instante en el cual la última golondrina vuela hacia la costa, el segundo en el que el atardecer comienza a dorar los sillares de la muralla, la eternidad en la que tan sólo se escucha el rumor del mar batiendo la isla. Quizás se quede a dormir en uno de los dos únicos hospedajes de la isla. Callejeando por el breve caserío tropieza con un alojamiento rural llamado La Trancada –el otro es el hotel Casa del Gobernador, arriba mencionado-. Se informa y le dicen que es una antigua casa de pescadores del siglo XVIII. Lo ha decidido. Pernoctará en Tabarca. La decoración, entre minimalista y marinera le acaban de convencer; la vistas hacia el mar de todas las habitaciones hacen que no pueda marchar… la Illa Plana le ha cautivado.