Santorini

Anclada en el Mar Egeo, la isla de Santorini (Grecia) muestra hoy, desde la ventanilla del avión, una forma de herradura que no siempre tuvo. Y es que, diecisiete siglos antes de nuestra era, en la lengua de mar, que hoy ocupa el territorio situado entre los brazos de la herradura, se levantaba el cono de un volcán al que Herodoto (historiador griego nacido el año 480 a.C), por su forma redondeada llamó Strongoli. El volcán entró en erupción… y lo que hoy el turista encuentra es lo que de la isla quedó. Luego, aunque no ha dejado de haber erupciones –la última el siglo pasado- ninguna ha sido tan demoledora como aquella que, según cuentan las crónicas, ensombreció el cielo desde Chipre hasta las costas de África.

Fenicios, egipcios, turcos, comerciantes venecianos… muchas han sido las culturas y pueblos que aquí han llegado… y lo han hecho de igual manera a como hoy lo hacen los que, en cruceros gigantes, desembarcan en el puerto de Athinios: en barco.

Y así es, lo suyo, y aunque la modernidad permite viajar en avión desde Atenas, es descubrir Santorini desde la cubierta de un barco. Sorprenderse, desde la lejanía, de las ariscas formas de sus acantilados, de la pureza de sus colores –gris ceniza, moteado de verde en tierra; intenso azul en las aguas circundantes-… la verdad es que, viéndola tan árida, uno no puede por menos que preguntarse porqué hay gente que elige estos lugares para vivir. Y es que, hermosa e impactante para el viajero, uno cree que ha de ser inhóspita para sus moradores. Cuando se marcha, el íntimo deseo de volver pronto, explica el porqué.

Con sus casitas de inmaculado blanco aferradas a las laderas de ceniza; con sus cúpulas de azul añil apuntando al cielo aquí y allá; con sus iglesitas bizantinas y paleocristianas; con las arruinadas defensas de sus castillos venecianos; con los restos de lo que fueron las ciudades de Fira, Emporio y Askrotiri (una suerte de Pompeya del lugar, con sus muestras de vida –muebles, murales, viviendas, utensilios de la vida cotidiana- conservados tras la inmensa erupción…todo aquí atrae, seduce, penetra en lo más íntimo de cada cual. Todo eso hace que los que marchan quieran volver, que los que quedan no quieran marchar.

Pescado recién sacado del mar

Bajo las cristalinas aguas del entorno, bancos de peces habitan; peces que son capturados por los pesqueros de pesca artesanal y servidos, al poco, por las cocinas de la isla. Comer estos manjares arrancados al mar, en una de taberna portuaria, emplazada a pie de agua, es uno de los placeres que en Santorini esperan al visitante. Pero no es, ni mucho menos, el único. Uno tiene donde elegir. Se puede optar por Fira, la capital de la isla, llena de bares, comercios y resorts de lujo, por si se echa de menos algo de movimiento capitalino (siempre mesurado); por Oia, con sus calles enlosadas en mármol, sus casitas mirando hacia el vertiginoso acantilado… o su diminuta librería de escogido catálogo internacional y delicioso desorden; o por el pueblo medieval de Pyrgos, entrañable, calles luminosas y empinadas, luminoso, tranquilo… y apartado de los circuitos (todo un descubrimiento).

Así es esta isla, con forma de croissant, célebre por sus atardeceres y a la que la mitología relaciona con la siempre buscada –y nunca hallada- Atlántida.